En mi infancia, las festividades decembrinas se tejían con una magia única en el hogar de mis abuelos cubanos. A medida que el frío de diciembre se hacía presente, nuestra casa se convertía en un santuario impregnado de aromas y colores, un escenario donde las tradiciones se entrelazan con la esencia misma de la Navidad.
Aromas que hablan de hogar
Las reminiscencias de la Navidad en casa comenzaban con el armado del árbol a principios de diciembre. Mi abuela, con su voz llena de cariño, insistía en que cada miembro de la familia participara, incluso aquellos que habitaban fuera. Su creencia en que cada nueva decoración auguraba un año próspero nos impulsaba a contribuir con entusiasmo.
Sabores que abrazan el alma
Los preparativos culinarios eran una sinfonía de sabores auténticos. El olor a conejo y otras carnes, el sello distintivo del cerdo, no podía faltar en nuestros festejos. Mi abuelito, al que cariñosamente llamaba “papá” por su dedicación, llenaba nuestra nevera con exquisiteces, mientras que mi abuela nos sorprendía con un arroz imperial, un plato monumental para nuestra pequeña familia.
Secretos guardados en el tiempo
Las flores de pascua que adornaban nuestro balcón constituían un secreto bien guardado durante todo el año. Mi abuela las cuidaba con esmero, y su estallido de rojo intenso en Navidad parecía un regalo anhelado tras doce meses de cuidados. Era como contemplar un pedazo de belleza pura en medio del bullicio festivo.
Legado a través de los sabores
Entre los postres que adornaban nuestra mesa, la mazamorra ocupaba un lugar destacado. Un plato heredado de las raíces isleñas de mi familia, recordaba la riqueza cultural que se entrelazaba con cada bocado. Los sabores eran más que una delicia; eran una conexión con nuestra historia y tradición.
Marcando el compás del tiempo
La mesa, repleta de variantes de cerdo, mostraba la presencia constante del rabito, otorgado a aquel que primero lo pedía, marcando así la pauta para el año venidero. El arroz congrí, los tostones de plátano y el cerdo asado constituían el clímax de la víspera del 31 de diciembre, mientras aguardábamos ansiosos la medianoche.
Un simbolismo de pureza y renovación
El ritual de arrojar agua a la medianoche del 31 era más que una costumbre. Representaba una limpieza simbólica, una purga de lo negativo para dar la bienvenida a un nuevo año lleno de esperanzas y buenas vibras. El balde de agua, listo para ser vertido, era el símbolo de un hogar purificado y renovado.
Estos recuerdos atesorados de la Navidad en el hogar cubano son mucho más que tradiciones festivas; son hilos que tejían nuestra identidad, valores arraigados en la familia y una conexión profunda con nuestras raíces. La magia de aquellos días perdura en mi memoria, recordándome la importancia de las tradiciones y la calidez que proviene de la unión familiar en estas fechas tan especiales.
Aunque este año, el espacio físico estará vacío sin la presencia de mis entrañables abuelos, sé que su espíritu permanece vivo en cada rincón de mi corazón. En estos tiempos desafiantes tras el embate del COVID-19, puedo vislumbrar un panorama que, quizás, resuene en muchos de ustedes. A pesar de las ausencias, invito a todos a sumarse al festejo, a no permitir que la melancolía nos ahogue y, en cambio, a revivir con alegría todas esas costumbres que nuestros ancestros nos legaron. Enaltezcamos la tradición, celebremos el lazo que nos une a través del tiempo y recordemos con cariño aquellos momentos impregnados de magia y amor familiar. ¡Que viva la tradición en cada rincón de nuestro ser!